lunes, 5 de febrero de 2007

Sobre Narcisismo y otras "hierbas" Parte II


Me ha costado estos días... pienso que me he agotado aunque más pienso que nadie lee. ¿Eso me importa?, a mi Yo si le importa a mi Icc nada.


Veamos que sale ahora:


Parte II


Pienso que el “narcisismo” no deja de ser contradictorio con la expectativa de lograr/preservar una “sana autoestima”. El discurso de la “sana autoestima” tiene un origen muy distinto al de la humildad cristiana y al del triunfo capitalista. Este discurso es una nueva pastoral de inspiración religiosa pero de contenido básicamente laico. Lo medular es que se nos pide sentirnos únicos y valiosos pero sin caer en un orgullo desmedido.
Ahora bien, si el tema de la necesidad de la autoestima es el fondo de esta pastoral, tan importante en los últimos años, es porque se presume que carecemos de esa autoestima, y la imaginamos entonces como solución al asedio de la depresión. La enfermedad es no quererse lo suficiente. Mucha gente se siente triste y decepcionada. Entonces, se deduce, la solución es aprender a amarse. La idea es que solo si nos amamos podremos amar a los demás y ser amado por ellos. Todo empieza pues con el cultivo de un amor propio adecuado. Casi demás está decir que el mismo núcleo de ideas se repite una y otra vez en los miles de manuales de autoayuda.
¿Estaríamos ante una reivindicación del narcisismo en contra del mandato mortificante de la humildad? ¿Se podría decir que nuestra época ha liberado el amor propio de los constreñimientos ascéticos? En cierto sentido ello está ocurriendo. Pero lo sintomático es que pese a la liberación relativa, o “despenalización”, del narcisismo, y su creciente legitimidad, la gente siga sintiendo que no se ama lo suficiente. Es decir, somos invocados a amarnos pero igual sentimos que no logramos hacerlo. En este sentido los manuales no son la gran ayuda que se pretenden.


Desde la historia la situación es la siguiente. Primero tenemos la lucha tradicional contra el narcisismo. La sociedad quiere someter al individuo a ser instrumento de alguna trascendencia. Por lo general, una comunidad o causa imaginada por una pretendida autoridad que convoca al sacrificio y al autocontrol. Se plantea que el narcisismo es un camino de soledad y muerte. Segundo, mucho después, surge el discurso publicitario del capitalismo que legitima la autoindulgencia y el descontrol, el dejarse llevar por el goce, pues de lo que se trata, para que el capital pueda valorizarse, es que se pueda producir el deseo. Tercero, y finalmente, surge otro discurso que mezcla un poco ambos. La pastoral de la “sana autoestima”.
Lo que quisiera sostener en estas líneas es que la lucha contra el narcisismo se basa en la promoción del odio contra sí mismo, en el elogio del sacrificio. Además, lo que puede haber de válido en esta posición, me refiero al llamado al amor, queda mediatizado desde el momento en que esta lucha en lugar de apuntar contra la cultura lo hace contra el individuo. Todo el problema, como veremos, estriba en que aquello que amamos demasiado es una imagen social que se nos ha impuesto como si fuera nuestra realidad inmediata. Entonces es necesario redefinir la lucha contra lo que se llama narcisismo. Se trata de defender a los individuos contra esos bellos ideales que los mortifican. Para sustentar estas opiniones haré referencia a conceptos psicoanalíticos.



El psicoanálisis complejiza radicalmente la comprensión del narcisismo. Para empezar se sostiene que el narcisista no está enamorado “locamente” de sí tal como efectivamente es. Está enamorado de una idealización de sí mismo. Entonces, el narcisista contrasta la seductora imagen con la que se identifica con su prosaica realidad. Y el resultado es más odio que amor. La idealización grandiosa de sí, interiorizada como lo único deseable, aplasta al supuesto narcisista. Por tanto, cuando el supuesto narcisista se mira al espejo sus sentimientos son ambiguos. De un lado, se encuentra con una promesa que lo anima; es decir, lo que acaso puede ser y quizá ya está siendo. Pero, de otro lado, también se encuentra con una imperfección intolerable, con una deprimente lejanía respecto del ideal. En todo caso si está decidido obedecer a sus mandatos no escatimará sacrificios para ser como su modelo. En realidad, sólo ama a esa visión idealizada de sí que lo agobia y disminuye. Si se empeña, heroicamente, en el sacrificio, en ser su modelo, es porque ilusiona que el mundo se rendirá a sus pies.
La sociedad, los padres y el discurso publicitario, ofrecen modelos ideales para resultar amables, para merecer ese reconocimiento que siempre se busca. Entonces, se tiene que ser nada menos que esa perfección imposible. Tener la cara más bonita, el cuerpo más atractivo, la moral más intachable, la bondad más desprendida, la inteligencia más notable, el éxito más sonoro. Mientras no sea todo eso, uno estará en el purgatorio, sufriendo. El odio contra la propia y mermada realidad será el espuelazo doloroso que acelere la persecución del ideal. En definitiva se ha puesto el amor en un ideal que enajena de la realidad.


Desde el punto de vista sociológico, los actores que alienan al sujeto en esas búsquedas martirizantes e imposibles son los padres y los medios de comunicación. Ambos transmiten los valores que dominan la cultura y la sociedad, o para hablar en términos lacaniano-marxistas, el deseo del Otro hegemónico. Ese deseo arrasa con la autoestima y lo coloca a uno en la triste condición de “reo eterno”, uno es siempre sospechoso de no hacer lo suficiente. No se cumple con los mandatos. Uno no puede amarse porque es una basura. De allí que Deleuze, en la inspiración de Nietzsche y Kafka, proclamara que hay que terminar con el enjuciamiento, con esa posición de sospechoso a la que uno es sometido por una autoridad sádica, que goza con el encogimiento de la potencia de ser.
En términos del Psicoanálisis se dice que en el desarrollo de la relación de la persona consiga misma, en el tránsito entre el autoerotismo inicial y el llamado narcisismo primario, pueden incrustarse exigencias sobredimensionadas y traumáticas. En efecto, lo distintivo de ese tránsito es el planteamiento de un modelo o exigencia que uno debe encarnar para convertirse en objeto de deseo. Si estas expectativas son desproporcionadas, entonces resultará que las probabilidades de que el niño tenga una relación armoniosa consigo mismo se verán drásticamente disminuidas. La elevación del Yo ideal es simultáneamente la denigración del Yo real. Piensa, por ejemplo, en la mistificación (patriarcal) de la feminidad. Las mujeres son bellamente retratadas como movidas por los nobles sentimientos de abnegación y entrega. En realidad, esta imagen puede ser aplastante pues nunca será suficiente la prescindencia de sí como para estar a la altura de esa imagen. El resultado será la depresión y la culpa. Y, como protesta, una amargura agresiva.
Entonces, a mayor exigencia social menor posibilidad de una relación armoniosa consigo mismo. Y más imperioso será el mandato a la sublimación, la orden de canalizar todas las energías en función de realizar esa perfección imposible.


En cambio, si las exigencias sociales son menores, la posibilidad de una relación más amable con uno mismo se incrementa. Habría una brecha menor entre el Yo ideal y el actual. Esta situación implica una menor compulsión al sacrificio y una más gozosa e inmediata relación con el cuerpo. Entonces, los padres que “dejan ser” a sus hijos, pero con afecto, los estarían encaminando más libremente. Sus dioses no serían tan severos o implacables. Sus satisfacciones podrán ser más inmediatas y corporales. Es decir, no teniendo que cruzar la brecha entre la realidad y la imagen idealizada. En general, esta socialización es más propia en los sectores populares. Entre ellos la relación con el cuerpo esté menos mentalizada. Tienen, por ejemplo, más facilidad para el baile, más libertad corporal.
Todo lo anterior se hace visible en el famoso baile del perreo. Este baile supone una una entrega al goce corporal de los sentidos. Para los sectores medios esta entrega es más difícil pues los mandatos implican que el sujeto recibirá amor siempre y cuando sea capaz de logros y auto postergaciones. Esta condicionalidad del afecto abre un espacio mental, un ámbito de reflexión, donde el sujeto evalúa qué comportamiento lo acercará a la realización del mandato internalizado, de manera de recibir el amor añorado. Su “autoestima” depende del logro de estos ideales sociales.


Si algun PSA lee estas líneas agradecería comentarios