Iniciación de discursos.-
Siglo XVII: sería el comienzo de una edad de represión, propia de las sociedades
llamadas burguesas, y de la que quizá todavía no estaríamos completamente liberados. A
partir de ese momento, nombrar el sexo se habría tornado más difícil y costoso. Como si
para dominarlo en lo real hubiese sido necesario primero reducirlo en el campo del
lenguaje, controlar su libre circulación en el discurso, expulsarlo de lo que se dice y apagar
las palabras que lo hacen presente con demasiado vigor. Y aparentemente esas mismas
prohibiciones tendrían miedo de nombrarlo. Sin tener siquiera que decirlo, el pudor
moderno obtendría que no se lo mencione merced al solo juego de prohibiciones que se
remiten las unas a las otras: mutismos que imponen el silencio a fuerza de callarse.
Censura. Pero considerando esos últimos tres siglos en sus continuas trasformaciones, las
cosas aparecen muy diferentes: una verdadera explosión discursiva en torno y a propósito
del sexo. Entendámonos. Es bien posible que haya habido una depuración —y
rigurosísima— del vocabulario autorizado. Es posible que se haya codificado toda una
retórica de la alusión y de la metáfora. Fuera de duda, nuevas reglas de decencia filtraron
las palabras: policía de los enunciados. Control, también, de las enunciaciones: se ha
definido de manera mucho más estricta dónde y cuándo no era posible hablar [26] del sexo;
en qué situación, entre qué locutores, y en el interior de cuáles relaciones sociales; así se
han establecido regiones, si no de absoluto silencio, al menos de tacto y discreción: entre
padres y niños, por ejemplo, o educadores y alumnos, patrones y sirvientes. Allí hubo, es
casi seguro, toda una economía restrictiva, que se integra en esa política de la lengua y el
habla —por una parte espontánea, por otra concertada— que acompañó las redistribuciones
sociales de la edad clásica.
En desquite, al nivel de los discursos y sus dominios, el fenómeno es casi inverso.
Los discursos sobre el sexo —discursos específicos, diferentes a la vez por su forma y su
objeto— no han cesado de proliferar: una fermentación discursiva que se aceleró desde el
siglo XVIII. No pienso tanto en la multiplicación probable de discursos "ilícitos", discursos
de infracción que, con crudeza, nombran el sexo a manera de insulto o irrisión a los nuevos
pudores; lo estricto de las reglas de buenas maneras verosímilmente condujo, como
contraefecto, a una valoración e intensificación del habla indecente. Pero lo esencial es la
multiplicación de discursos sobre el sexo en el campo de ejercicio del poder mismo:
incitación institucional a hablar del sexo, y cada vez más; obstinación de las instancias del
poder en oír hablar del sexo y en hacerlo hablar acerca del modo de la articulación explícita
y el detalle infinitamente acumulado.
llamadas burguesas, y de la que quizá todavía no estaríamos completamente liberados. A
partir de ese momento, nombrar el sexo se habría tornado más difícil y costoso. Como si
para dominarlo en lo real hubiese sido necesario primero reducirlo en el campo del
lenguaje, controlar su libre circulación en el discurso, expulsarlo de lo que se dice y apagar
las palabras que lo hacen presente con demasiado vigor. Y aparentemente esas mismas
prohibiciones tendrían miedo de nombrarlo. Sin tener siquiera que decirlo, el pudor
moderno obtendría que no se lo mencione merced al solo juego de prohibiciones que se
remiten las unas a las otras: mutismos que imponen el silencio a fuerza de callarse.
Censura. Pero considerando esos últimos tres siglos en sus continuas trasformaciones, las
cosas aparecen muy diferentes: una verdadera explosión discursiva en torno y a propósito
del sexo. Entendámonos. Es bien posible que haya habido una depuración —y
rigurosísima— del vocabulario autorizado. Es posible que se haya codificado toda una
retórica de la alusión y de la metáfora. Fuera de duda, nuevas reglas de decencia filtraron
las palabras: policía de los enunciados. Control, también, de las enunciaciones: se ha
definido de manera mucho más estricta dónde y cuándo no era posible hablar [26] del sexo;
en qué situación, entre qué locutores, y en el interior de cuáles relaciones sociales; así se
han establecido regiones, si no de absoluto silencio, al menos de tacto y discreción: entre
padres y niños, por ejemplo, o educadores y alumnos, patrones y sirvientes. Allí hubo, es
casi seguro, toda una economía restrictiva, que se integra en esa política de la lengua y el
habla —por una parte espontánea, por otra concertada— que acompañó las redistribuciones
sociales de la edad clásica.
En desquite, al nivel de los discursos y sus dominios, el fenómeno es casi inverso.
Los discursos sobre el sexo —discursos específicos, diferentes a la vez por su forma y su
objeto— no han cesado de proliferar: una fermentación discursiva que se aceleró desde el
siglo XVIII. No pienso tanto en la multiplicación probable de discursos "ilícitos", discursos
de infracción que, con crudeza, nombran el sexo a manera de insulto o irrisión a los nuevos
pudores; lo estricto de las reglas de buenas maneras verosímilmente condujo, como
contraefecto, a una valoración e intensificación del habla indecente. Pero lo esencial es la
multiplicación de discursos sobre el sexo en el campo de ejercicio del poder mismo:
incitación institucional a hablar del sexo, y cada vez más; obstinación de las instancias del
poder en oír hablar del sexo y en hacerlo hablar acerca del modo de la articulación explícita
y el detalle infinitamente acumulado.
1 comentario:
un fuerte abrazo amigo.
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